Hay desiertos terribles. Ámbitos tan áridos en que las dudas se entremezclan con el sufrimiento, con el desconcierto, con la confusión. Lugares donde un aislamiento que nadie elige angustia el espíritu, donde nada tiene sentido. Donde parece que Dios está lejos y se ha olvidado de nosotros (Cfr. Sal 10). Pero en ese doloroso silencio, y es posible que en medio de profundas contradicciones, el poder del corazón es aún inmenso. «Voy a llevarla al desierto y le hablaré al corazón» (Os 2, 16). De corazón a corazón, el escenario cambia. Y entonces, todavía en el desierto, puede ocurrir que todo se vea de otra manera; que el aire entre distinto al respirar, y que la realidad se presente algo más tranquila, aunque sea por un instante. Frente a un mundo que es tantas veces desolador, una brizna de luz emerge como una estrella en la tempestad. Como si de repente una suave brisa se percibiera en el huracán. (Cfr. 1Re 19, 12). Así ha sido esta Pascua que he podido seguir a distancia gracias a la Compañía de María (SM): un tiempo minúsculo de serenidad, de ternura, acaso de algo de nostalgia y de lamentos, pero también de amor.
Rafael G. Cotarel