Nunca hubiese pensado que mi casa podría ser una iglesia, hasta que llegó el confinamiento y la Semana Santa. Mi familia de sangre se ha vuelto un poco más mi Iglesia, y los que forman parte de mi parroquia, se han convertido en los mediadores entre Jesús y mi familia.
La Semana Santa diría que es de los momentos más especiales del año, nos pasamos el Triduo metidos en la parroquia, con oraciones, actividades y compartimos cada momento juntos en comunidad. Por eso, cuando llegó y yo estaba aquí en mi casa, lejos de ellos, un poco de tristeza se apoderó de mí. Sin embargo, seguimos con las mismas actividades, a distancia, pero juntos a la vez, las horas santas en Skype y Youtube me han hecho sentir que Jesús volvía a ser nuestro punto de unión, que en Getsemaní le velábamos juntos, que al pie de la Cruz, volvíamos a llorar acompañando a María y a Juan.
No he dejado de echar de menos los momentos de comunidad, pero ha sido una experiencia abrumadora. Jesús se ha adentrado en mi casa y nos ha alegrado los días de cuarentena. Ha estado presente y ha calmado las ansias de salir a tomar aire, porque Él ha sido nuestro respiro. La misa diaria y los oficios nos daban luz para vivir estos días, la mesa del salón se ha vuelto un altar y mi habitación una capilla.
Su pasión y muerte ha hecho que nuestro sufrimiento por estar encerrados quedase en nada, el Sábado Santo nos hizo ver que la espera da sus frutos si la vivimos desde la confianza, y Su Resurrección nos ha dado la esperanza, nos ha devuelto la felicidad y ha dado sentido a tanta muerte por Coronavirus, que lo único que está haciendo, es aumentar la familia del Cielo.
Pilar Viñuales